La grana cochinilla: un secreto bien guardado.
- Ricardo Piñon
- hace 1 día
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En los grandes salones de Versalles, bajo el reinado de Luis XIV, la aristocracia y el clero paseaban envueltos en telas de un carmesí tan vibrante y saturado que parecía desafiar las leyes de la naturaleza conocida en el Viejo Mundo. Aquel color, que distinguía el poder imperial y la santidad cardenalicia, no provenía de Europa ni del costoso kermes del Mediterráneo, sino de un secreto biológico celosamente guardado al otro lado del Atlántico. Lo que Europa compraba a precios exorbitantes como "grana fina" era, en realidad, el resultado de una sofisticada bioingeniería desarrollada siglos atrás por los pueblos mixtecos y zapotecos en las montañas de Oaxaca: la domesticación del Dactylopius coccus, un insecto parásito del nopal al que los antiguos mexicanos llamaron Nocheztli, o "sangre de nopal".
Antes de la llegada de Hernán Cortés, este tinte ya era un eje económico en Mesoamérica. La Matrícula de Tributos del imperio mexica registra cómo las provincias del sur debían entregar costales de este producto a Tenochtitlan, evidenciando que no se trataba de una recolección silvestre, sino de un complejo sistema de crianza. Tras la Conquista, la Corona Española comprendió de inmediato el valor estratégico del recurso y estableció un monopolio comercial que convertiría a la cochinilla en el segundo producto de exportación más valioso del Virreinato de la Nueva España, superado únicamente por la plata. Para proteger este activo, España orquestó una campaña de desinformación y hermetismo que duró casi trescientos años, prohibiendo bajo pena de muerte la salida de insectos vivos o pencas de nopal fértiles fuera de sus dominios.
En las lonjas de comercio de Ámsterdam y Londres, el producto llegaba seco, con la apariencia de granos de plata negra, lo que alimentó un largo debate científico sobre su naturaleza. Aunque en 1704 el microscopista Anton van Leeuwenhoek determinó que se trataba de un insecto, el verdadero secreto que España logró proteger hasta finales del siglo XVIII no fue la taxonomía del espécimen, sino la agrotecnología necesaria para su producción masiva. Gracias a este monopolio, la cochinilla oaxaqueña tiñó el mundo occidental: desde los uniformes de los oficiales del ejército británico —cuyas casacas brillaban más que las de la tropa rasa, teñidas con la más barata rubia— hasta las paletas de maestros como Rembrandt, Velázquez y Van Gogh, quienes, seducidos por su intensidad, utilizaron la laca de cochinilla a pesar de su sensibilidad a la luz.
El hermetismo español se rompió finalmente en 1777, en un episodio digno de una novela de espionaje industrial. El botánico francés Nicolas-Joseph Thiéry de Menonville, desafiando las leyes virreinales y fingiendo ser un médico excéntrico, se infiltró en la región de Oaxaca. Allí observó y documentó el delicado proceso de "siembra" y recolección que los indígenas perfeccionaron durante generaciones. Menonville logró escapar hacia la colonia francesa de Saint-Domingue (hoy Haití) con un cargamento de contrabando oculto en cajas de doble fondo que contenían nopales y cochinillas vivas, rompiendo para siempre el monopolio español, aunque él moriría poco después sin ver el auge de su robo.
Sin embargo, el golpe mortal para la industria de la grana no vendría de la competencia francesa, sino de la química inglesa. En 1856, el joven William Henry Perkin descubrió accidentalmente la malveína, el primer tinte sintético de anilina, mientras intentaba sintetizar quinina. Este hallazgo inauguró la era de los colorantes artificiales, que eran más baratos y estables, provocando el colapso de los precios de la cochinilla y la ruina de las haciendas oaxaqueñas hacia finales del siglo XIX. No obstante, la historia ha dado un giro irónico en el siglo XXI; ante la evidencia de que los tintes sintéticos rojos derivados del petróleo pueden ser nocivos para la salud, la industria alimentaria y cosmética global ha vuelto la mirada hacia el antiguo Nocheztli. Bajo la etiqueta E120, el insecto sagrado de México ha resurgido, recordándonos que la tecnología ancestral de los zapotecos sigue siendo, en términos de inocuidad y color, insuperable.




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