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La mesa de Moctezuma.

En la penumbra ritual del palacio de Tenochtitlan, antes de que el Huey Tlatoani

Moctezuma Xocoyotzin rompa el ayuno, el aire ya se ha densificado con el humo blanco

del copal, purificando un espacio donde el acto de comer no es una mera necesidad

biológica, sino la confirmación diaria del dominio absoluto sobre el mundo conocido. Lo

que descansa sobre los manteles de algodón blanco y los equipales de la mesa real es el

punto final de una coreografía logística descomunal que desafía la geografía y el tiempo,

una red circulatoria compuesta no por ruedas ni bestias, sino por la resistencia pulmonar y

el sudor de miles de hombres que convierten la voluntad del monarca en una realidad

tangible.

Para comprender el peso histórico de un solo bocado de pescado fresco que el emperador

lleva a su boca, es necesario visualizar la cadena ininterrumpida de esfuerzo humano que se

extiende hacia el oriente; ese pescado, un huachinango o un robalo que apenas ayer nadaba

en las aguas del Chalchiuhcueyecatl (las costas del actual Veracruz) a más de cuatrocientos

kilómetros de distancia, ha viajado desde el nivel del mar hasta los dos mil doscientos

cuarenta metros del altiplano en menos de veinticuatro horas, transportado por un sistema

de painanis o corredores de relevo apostados cada cuatro o cinco kilómetros que, corriendo

a velocidad de sprint día y noche a través de selvas, pasos de montaña y caminos de tierra,

se pasan la carga como un testigo sagrado, implicando que para que ese solo plato llegue

con olor a mar a la mesa, cerca de un centenar de hombres han llevado sus cuerpos al límite

físico en una sola jornada.

Este despliegue de energía cinética se replica en cada punto cardinal, convirtiendo la mesa

en un mapa comestible donde convergen los ecosistemas tributarios: de las tierras calientes

del sur y el Soconusco llegan, cargadas a espaldas de tlamemes que recorren senderos

sofocantes, las frutas perecederas como el mamey, el zapote negro y la piña, envueltas

cuidadosamente en hojas para conservar su humedad; de los bosques templados y las

serranías cercanas descienden venados de cola blanca, conejos y liebres; de las lagunas del

norte arriban las aves migratorias como los patos, y del entorno lacustre inmediato se

extraen con paciencia los axolotes en salsa de chile amarillo, los acociles y el delicado


ahuautle o hueva de mosca acuática. Todo ello es transformado en la cocina real, una

verdadera factoría gastronómica donde cocineras de élite preparan cotidianamente más de

trescientos platillos distintos puestos sobre braseros de barro con ascuas encendidas para

mantener la temperatura exacta, permitiendo que Moctezuma elija a capricho entre una

oferta que abrumaba la vista de testigos como Bernal Díaz del Castillo, quien relató con

asombro: «Cotidianamente le guisaban gallinas, gallos de papada, faisanes, perdices de la

tierra, codornices, patos mansos y bravos, venado, puerco de la tierra, pajaritos de caña, y

palomas y liebres y conejos, y muchas maneras de aves y cosas que se crían en esta tierra,

que son tantas que no las acabaré de nombrar tan presto».

El banquete, que incluye una variedad infinita de tortillas de maíz —blancas, calientes,

dobladas, grandes o en forma de tamales—, culmina con la ingesta del lujo máximo, el

xocolatl, la moneda convertida en bebida. Este cacao, tributo precioso traído desde las

lejanas provincias de Tabasco y Chiapas, no se consume caliente, sino como una bebida fría

y vigorizante, batida hasta conseguir una espuma densa y permanente, aromatizada con

vainilla (tlilxóchitl), miel o flores de orejuela y servida en copas de oro fino (tecomates),

cerrando finalmente el ciclo con el humo de cañutos de tabaco y liquidámbar, confirmando

así que, mientras el Tlatoani reposa tras su mampara de madera dorada, ha ingerido no solo

alimentos, sino el esfuerzo acumulado de un imperio que corre, caza, pesca y cocina para

que el centro del universo se mantenga saciado.

 
 
 

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