La mesa de Moctezuma.
- Ricardo Piñon
- hace 6 días
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En la penumbra ritual del palacio de Tenochtitlan, antes de que el Huey Tlatoani
Moctezuma Xocoyotzin rompa el ayuno, el aire ya se ha densificado con el humo blanco
del copal, purificando un espacio donde el acto de comer no es una mera necesidad
biológica, sino la confirmación diaria del dominio absoluto sobre el mundo conocido. Lo
que descansa sobre los manteles de algodón blanco y los equipales de la mesa real es el
punto final de una coreografía logística descomunal que desafía la geografía y el tiempo,
una red circulatoria compuesta no por ruedas ni bestias, sino por la resistencia pulmonar y
el sudor de miles de hombres que convierten la voluntad del monarca en una realidad
tangible.
Para comprender el peso histórico de un solo bocado de pescado fresco que el emperador
lleva a su boca, es necesario visualizar la cadena ininterrumpida de esfuerzo humano que se
extiende hacia el oriente; ese pescado, un huachinango o un robalo que apenas ayer nadaba
en las aguas del Chalchiuhcueyecatl (las costas del actual Veracruz) a más de cuatrocientos
kilómetros de distancia, ha viajado desde el nivel del mar hasta los dos mil doscientos
cuarenta metros del altiplano en menos de veinticuatro horas, transportado por un sistema
de painanis o corredores de relevo apostados cada cuatro o cinco kilómetros que, corriendo
a velocidad de sprint día y noche a través de selvas, pasos de montaña y caminos de tierra,
se pasan la carga como un testigo sagrado, implicando que para que ese solo plato llegue
con olor a mar a la mesa, cerca de un centenar de hombres han llevado sus cuerpos al límite
físico en una sola jornada.
Este despliegue de energía cinética se replica en cada punto cardinal, convirtiendo la mesa
en un mapa comestible donde convergen los ecosistemas tributarios: de las tierras calientes
del sur y el Soconusco llegan, cargadas a espaldas de tlamemes que recorren senderos
sofocantes, las frutas perecederas como el mamey, el zapote negro y la piña, envueltas
cuidadosamente en hojas para conservar su humedad; de los bosques templados y las
serranías cercanas descienden venados de cola blanca, conejos y liebres; de las lagunas del
norte arriban las aves migratorias como los patos, y del entorno lacustre inmediato se
extraen con paciencia los axolotes en salsa de chile amarillo, los acociles y el delicado
ahuautle o hueva de mosca acuática. Todo ello es transformado en la cocina real, una
verdadera factoría gastronómica donde cocineras de élite preparan cotidianamente más de
trescientos platillos distintos puestos sobre braseros de barro con ascuas encendidas para
mantener la temperatura exacta, permitiendo que Moctezuma elija a capricho entre una
oferta que abrumaba la vista de testigos como Bernal Díaz del Castillo, quien relató con
asombro: «Cotidianamente le guisaban gallinas, gallos de papada, faisanes, perdices de la
tierra, codornices, patos mansos y bravos, venado, puerco de la tierra, pajaritos de caña, y
palomas y liebres y conejos, y muchas maneras de aves y cosas que se crían en esta tierra,
que son tantas que no las acabaré de nombrar tan presto».
El banquete, que incluye una variedad infinita de tortillas de maíz —blancas, calientes,
dobladas, grandes o en forma de tamales—, culmina con la ingesta del lujo máximo, el
xocolatl, la moneda convertida en bebida. Este cacao, tributo precioso traído desde las
lejanas provincias de Tabasco y Chiapas, no se consume caliente, sino como una bebida fría
y vigorizante, batida hasta conseguir una espuma densa y permanente, aromatizada con
vainilla (tlilxóchitl), miel o flores de orejuela y servida en copas de oro fino (tecomates),
cerrando finalmente el ciclo con el humo de cañutos de tabaco y liquidámbar, confirmando
así que, mientras el Tlatoani reposa tras su mampara de madera dorada, ha ingerido no solo
alimentos, sino el esfuerzo acumulado de un imperio que corre, caza, pesca y cocina para
que el centro del universo se mantenga saciado.


